Granada

Repaso las crónicas sobre la reunión del Consejo Territorial del PSOE, celebrado este sábado en Granada y salto al ordenador tratando de poner en orden mis opiniones, esta vez dirigidas a los amigos socialistas del resto de España. Entre los objetivos de la reunión, buscar una respuesta política al auge del independentismo en Catalunya y al intento recentralizador del nacionalismo español. La palabra talismán, el oráculo: federalismo. Me parece loable la intención: hay que aceptar, reconocer y explicar una y mil veces que el federalismo es una actitud a las antípodas del desprecio, soberbia y españolismo rancio del PP de Rajoy.

El documento aprobado este fin de semana reconoce los derechos históricos de Catalunya pero, en cambio, no se atreve a definirla como nación; propone el Senado como cámara de representación territorial, pero rehúye la bilateralidad entre Catalunya y España; plantea tímidamente el principio de ordinalidad, pero sin establecer su obligatoriedad constitucional; avanza en la descentralización de la justicia, pero no recoge el derecho a decidir de los catalanes. En suma, trata de dar continuidad al Estado de las Autonomías. Una versión actualizada del café para todos, décadas más tarde, añadiendo líquido a todas las tazas.

Digamos que es una buena respuesta. El problema es que no coincide con la pregunta que, desde hace meses, está formulando Catalunya. Ya sé que me dirán que la sociedad catalana es plural y, lógicamente, no todos los ciudadanos piensan lo mismo, pero me parece que no es exagerado afirmar que existe hoy una amplia mayoría con una demanda explícita: ejercer el derecho a decidir el futuro de Catalunya y su relación con España. Sin restarle importancia a los avances que el documento de Granada plantea, soy de los que piensan que un pacto se basa en las renuncias de las partes. Sin embargo, en este caso es imposible que Catalunya renuncie a esta cuestión. De hecho, es algo que va unido a la voluntad catalana de definir a nuestro país como nación. En ambos casos no es necesario acudir a los derechos históricos sino simplemente a la democracia. Sin duda, una nación se configura por procesos históricos y culturales, pero sólo se mantiene si persiste un sentir mayoritario, una conciencia de comunidad. Catalunya es eso, diga lo que diga la Constitución y sus tribunales, diga lo que diga la monarquía y los gobiernos, digan lo que digan presidentes y ministros de educación. Una nación construida en una tierra de paso, con el aporte de gentes de un sinfín de orígenes culturales diversos y que se reconoce democráticamente como tal. Así se ha explicitado en la calle, pero también en las urnas.

Muchos pensarán que eso ha sido simplemente cosa de nacionalistas empecinados en catalanizar a ciudadanos indefensos. Se equivocan. El nacionalismo de raíz romántica y esencialista ha tenido un papel importante y en muchos momentos abrumador, pero el catalanismo ha tenido también una raíz popular, una actitud apegada a la nación construida desde abajo, fruto de una tradición compartida que se mezcla y reinventa de manera permanente. El socialismo en Cataluña pertenece a esa tradición que unió en una misma causa derechos sociales y derechos nacionales. La ley de inmersión lingüística que debemos a Marta Mata, pedagoga y socialista destacada, persigue, a la vez, garantizar una escuela común para todos los niños del país y asegurar la continuidad y pervivencia de la lengua catalana.

Sigue existiendo un nacionalismo romántico, encantado con la épica de los grandes discursos y declaraciones, que hoy propone realizar censos de adictos al gobierno, plantar mástiles de 17,14 metros de altura y envolverse con la bandera cuando se trata de defenderse de cualquier caso de corrupción, evidente y probada. Pero la situación en Catalunya trasciende, y mucho, a la influencia menguante del nacionalismo conservador. Hay movimientos de fondo que van mucho más allá.

En el catalanismo en su conjunto hay sectores que han optado por la independencia y otros por continuar en un estado compartido, pero lo más significativo es que la distinción entre una u otra salida divide opiniones pero no está fracturando la sociedad. Es más: es muy posible que los movimientos de España influyan en la opinión y la decisión de un buen número de catalanes, que pasarán de una opción a otra incluso pareciendo irreconciliables. El independentista de hoy podría dejar de serlo, de la misma manera que el más federal de los federalistas, puede acabar convencido que la independencia es la única salida. En Catalunya ha calado la vieja idea socialista de “un solo pueblo”, más allá de orígenes y lenguas, creencias o tradiciones.

Por eso es esencial el papel del PSOE. Lo fue en la Transición y en los acuerdos de Santillana, que permitieron alumbrar un nuevo Estatut para Catalunya. El error, entonces, fue no abordar la modificación constitucional que ahora se plantea. De haberlo hecho, quizás, se hubieran evitado las frustraciones posteriores. Pero hoy la respuesta de ayer no es suficiente. Sinceramente, no veo posible un encaje con un estado que no reconozca a Catalunya como nación y que impida a los catalanes decidir libremente su futuro. Aceptarlo, reconocerlo, cargaría de razones a todos aquellos que continuamos prefiriendo la convivencia a la independencia. Lo contrario, no reconocerlo, nos deja, como decía la semana pasada, fuera de plano.

Gobernar a golpe de recorte. ABC, 31 juliol 2012

Reflexió sobre com Rajoy  imposa la força de la seva majoria absoluta  al diàleg  i a la recerca d’un mínim comú denominador. Rajoy optar per governar a cop de Drecret fins el punt de contravenir l’Estat de Dret atacant de manera frontal les competencies autònòmiques i l’autonomia municipal.

Article diari ABC